Entrada

No es fácil saber cómo ha de portarse un hombre para hacerse un mediano lugar en el mundo.
Si uno aparenta talento o instrucción, se adquiere el odio de las gentes, porque le tienen por soberbio, osado y capaz de cosas grandes... Si es uno sincero y humano y fácil de reconciliarse con el que le ha agraviado, le llaman cobarde y pusilánime; si procura elevarse, ambicioso; si se contenta con la medianía, desidioso: si sigue la corriente del mundo, adquiere nota de adulador; si se opone a los delirios de los hombres, sienta plaza de extravagante.
Cartas Marruecas. José Cadalso.

viernes, 20 de enero de 2012

Llegada y recepción


Lluvia, viento y velocidad, Turner

El mago sumergió la mano fuerte y velluda en el agua de la tinaja. Estaba demasiado caliente. Retrocedió unos pasos para buscar un cántaro entre los cachivaches arrimados al muro. Se acercó al aljibe y lo llenó de agua fría que vertió en la bañera.

Estaba entusiasmado con los pequeños segmentos rectos y curvos y con los puntos que trazaba firme y escrupulosamente en el papel del cuaderno, cuando escuché de una inesperada voz -brusca, andrógina y metálica- el aviso de la inminente llegada a la estación de mi destino. Guardé la pluma en el bolsillo pectoral izquierdo de la chaqueta y cerré el cuaderno que había casualmente encontrado en la bolsa de malla adherida a la espalda del asiento delantero de mi circunstancial compañero de viaje, un niño con pelo lacio y boca abierta que me había observado inmóvil y rígido durante todo el trayecto.

Vi que, al levantarme, el estólido infante amagó un gesto hacia el cuaderno y que dos lágrimas como huevos de codorniz rodaban por sus fofas mejillas. Me alejé veloz, temeroso de la conducta de la pequeña alimaña, y me dirigí a las baldas de equipajes.

Nunca se sabe cuándo un ser vivo va a verse impelido a la cruda competición a la que la presión del medio saturado lo somete regularmente. Al salir a la estrecha plataforma de acceso y salida, por la puerta del vagón de enfrente, llegó un peculiar joven ataviado con ropajes negros y aherrojado por un sinfín de correas, cadenas y tachuelas. En tan diminuto espacio y por un breve lapso de tiempo el joven y yo compartimos la espera. Nos miramos de reojo cuando la máquina de hierro comenzó suavemente a frenar e intuimos ambos las intenciones del otro, aviesas en su caso y ecuánimes en el mío.

Con la parada total del vehículo la tensión se agudizó hasta cotas insospechadas durante los pocos segundos que tardó en activarse el automatismo de apertura de la puerta. Con agilidad mental, en lugar de pretender correr más que el esforzado mozo, se me ocurrió pasar con doble vuelta una de sus cadenas por el agarrador. De este modo, mientras luchaba con su propio hábito, tras un tirón que le rasgó la chupa, yo salvé la escalerilla y puse pie en el andén con elegancia y dignidad, arrastrando mi maleta samsonite y perseguido por las imprecaciones e injurias del sombrío mozo y otros usuarios del ferrocarril.
Oteé los andenes, las salas de espera y la entrada de la estación y comprobé que no había nadie con trazas de esperarme. Sin embargo, la pequeña estación ofrecía a los viajeros una cafetería que, de un primer vistazo, me pareció limpia y agradable. Tomé asiento cerca de la puerta, junto a un ventanal que permitía una despejada visión de las vías y los andenes. El otro lado del establecimiento también se abría a la plaza de la estación gracias a ventanas y puertas de grandes cristales. Los indígenas de la villa provinciana deambulaban escasos y despaciosos. Los muros y las paredes de los edificios y las casas alternaban la funcionalidad y la sencillez tradicional. Disfruté de una agradable sensación de optimismo: el objetivo de mi jira estaba al alcance de mi pluma -y de mi nuevo cuaderno, todo hay que decirlo.

El maestro  sumergió la mano velluda y fuerte en el agua de la tinaja. La sacó bruscamente y la agitó. Retrocedió unos pasos para buscar un cántaro entre los cachivaches arrimados al muro. Se acercó al aljibe y lo llenó de agua fría que vertió en la bañera.

Pintura ferroviaria de ERNEST DESCALS

Tras consultar los precios y verlos módicos y razonables me había merendado con un capuchino y un cruasán tostado con mantequilla y una finísima capa de mermelada de melocotón. Justo al acabar de lengüetear los restos de la deliciosa compota que habían sobrado en la pequeña tarrina vi aparecer en la plaza el que imaginé que era mi vehículo de recepción, un mercedes níveo. El conductor aparcó con pericia suma en un hueco inverosímil entre dos utilitarios, pero al intentar abrir la puerta se encontró con que le resultaba imposible tal era la estrechez. Reculó, aparcó en doble fila y salió.

Más que conductor era un “chauffeur” en toda regla, trajeado de uniforme con reminiscencias de ejército germánico. Era alto y cetrino y se mantuvo erguido junto al coche con la gorra de plato descansada sobre el antebrazo. Giró aquilinamente la cabeza a izquierda y derecha y, al no reconocer entre los presentes en la plazuela al ínclito cliente –yo-, se dirigió con parsimonia a la entrada de la estación.

Pagué la merendola, salí de la cafetería por una de las puertas que daban a la plaza, me acerqué al uniformado y me presenté. “Boris, señor, para servirle. Quizá le he hecho esperar. Si es así, ruego que me disculpe.” Me sonrió con los labios apretados en una línea horizontal, lo cual confirió a su rostro unas cualidades falsas, malévolas y orientales, cogió la samsonite y, como el auriga ante el cónsul laureado, me indicó con la mano libre la cuadriga blanca.



4 comentarios:

  1. Hola, si te es posible intenta poner el nombre del autor de la pintura ferroviaria, ERNEST DESCALS-PINTURA, muchas gracias.

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  2. Al césar lo que es del césar.

    Mirad aquí, merece la pena

    http://www.ernestdescals.com/

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