Veintidós días antes del suicidio del Monstruo pequeño, el ocho de abril de mil novecientos cuarenta y cinco después del Cristo, los cadáveres de los oficiales alemanes traidores oscilaban colgados de cuerdas y ganchos de las farolas de Viena.
El soldado invasor alemán que por la mañana va a la panadería a comprar cruasanes y brioches, por la noche, con el barboquejo suelto, corre sobre los tejados de pizarra disparando a la luna.
A las puertas de Stalingrado, entre cascotes de cemento y aceros retorcidos, bajo formidables estampidas de artillería, un oso flaco, borracho y aterido, con una hoz en la diestra y un martillo en la siniestra, salvó la civilización.
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