En medio de esta batalla no se puede ser “espontáneo”. La paradoja de nuestro liberalismo soltero es que ha pretendido que la educación era un esquema capaz de soportar cualquier contenido; había pues que educar para la libertad, educar para la tolerancia, educar para el diálogo mientras se entregaba a la Mafia la gestión de las montañas y los ríos, el trabajo, las imágenes, la comida, el sexo, las máquinas, la ciencia, el arte. Es difícil exagerar el alcance de una catástrofe social que no tiene precedentes desde el Paleolítico. Vivimos en una Esparta global que ha borrado definitivamente los confines entre lo público y lo privado; nuestros niños son educados darwinianamente en la vastísima franja abierta entre la familia y la escuela pública, instituciones reducidas a la mínima expresión, penetradas y arrinconadas por el capitalismo, pero las únicas relativamente independientes de él. Contra esta paideia atmosférica y total, respirada por el dióxido de carbono, los “valores” son saquitos terreros bajo una lluvia de misiles y no sirven sino para aumentar la responsabilidad y la frustración de los maestros; contra esta paideia meteorológica, los valores sólo pueden ser salvados por la política. Durante décadas la izquierda ha luchado contra la familia y la escuela como aparatos de reproducción ideológica; ahora empezamos a echarlos de menos precisamente por eso, como los únicos lugares desde los que podemos todavía combatir políticamente la “espontaneidad” del capitalismo. La izquierda no puede dejar la natalidad y la instrucción pública en manos de la “naturaleza”, porque la “naturaleza” ha sido siempre de derechas.
… durante años los hombres justos, los hombres normales, descontentos del orden de las cosas, sublevados contra tanto sufrimiento, han creído que el enemigo era la familia, la escuela, la universidad o el estado, que chamuscaban sus campos y alimentaban mal a sus vacas, sin percatarse de que en realidad les estaban protegiendo de los tártaros; es decir, del capitalismo. Este es un poco el proceso en virtud del cual, incluso o sobre todo desde la izquierda, los hombres justos, los hombres normales, han dejado hoy el campo abierto, sin darse cuenta, a ese gran “tsunami” estructural que llamamos globalización.
¡Imperialistas!
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