Una vez que se adentraron en el bosque frondoso los árboles oscuros abríeron pasillos para que ellos los transitaran al paso de las caballerías. Paulatinamente el tenue fragor de las hojas de las copas fue abriéndose a unos ruidos minúsculos que fueron agrandándose. El mago miró al aprendiz y lo contuvo con un gesto de los ojos. Bajaron de las monturas con tiento y sigilosamente buscaron la fuente de la algarabía. Al cabo de unos minutos los ruidos se habían definido en groseras risotadas y gritos masculinos y gemidos y aullidos de mujer. Ataron las riendas de los caballos y de la mula a troncos delgados pero bien arraigados, manearon las patas. El mago sacó la espada corta y un puñal, se desprendió del hábito y colocó en la cabeza redonda el capacete negro y en los antebrazos los brazales adornados, el aprendiz cogió el broquel y la espada y se tocó con su yelmo. En el calvero había varios vértices para que mago y aprendiz pudieran esconderse y ver el espectáculo. Ocultos tras troncos y ramas y peñascos, con el sol a la espalda, vieron el teatro que se les ofrecía.
A simple vista una patrulla de reconocimiento se había topado con un par de mujeres. Los soldados rijosos eran siete, un sargento veterano, un cabo, cuatro peones y un rastreador, ocultaban pendones e insignias, pero la impedimenta desperdigada demostraba que pertenecía a algún gran señor o algún rey en terreno extraño. A medias empleaban las lenguas francas, tanto el dasio como el querio vulgares, con una polifonía chirriante de acentos diversos. Para facilitar la orgía casi todos los soldados se habían despojado de petos, corazas, lorigas y cascos, pero los puñales seguían en los cintos, los pies enfundados en las botas y las ballestas, las espadas, las hachas, los escudos estaban a la mano. Unos a otros se pasaban barriletes y petacas mientras reían, gritaban y molían a las mujeres. Solo el cabo permanecía aparte, al lado de las caballerías atadas en estrella, sentado en un tocón y sin haberse despojado de correajes, armas, ni ropas ni armadura. Tranquilamente afilaba una rama fina con una navaja.
Aparte de los caballos de combate de la patrulla, piafaba una caballería y dos pollinos asustados temblaban, y un par de baúles y cazos y pergaminos y cacharrería y algunas mantas y túnicas cubrían el terreno. Los soldados habían avivado una fogata que debían tener encendida las mujeres lanzando diversos objetos. El sargento y un soldado atendían una olla sostenida en un trébede, turnándose tragos de una botella de loza. Cerca de la hoguera apoyada en un gran tronco reposaba contra la espalda una mujer que gemía a ratos, tenía los pechos al descubierto, la falda parecía un lío de ropa; en la cabeza inclinada a un lado, se apreciaban verdugones y sangre fresca. Dos soldados barbudos y corpulentos la rondaban, lo mismo se olvidaban de ella que le gritaban al oído, manoseándola y besuqueándola. Al otro lado del claro, más allá del fuego y cerca del cabo el explorador salvaje y otro peón joven agarraban en el suelo a otra mujer mucho más joven. El salvaje apoyaba el cuchillo en la cara y en el cuello de la chica y el peón a medias hurgaba bajo la ropa, a medias la arrancaba entre gritos e hipidos. La chica no gritaba ni hacía ruido alguno, solo se movía ligeramente como adaptándose a las puñadas y sobeteos y empujones o protegiendo su espalda del duro suelo. El soldado acabó de arrancar la ropa y dejó el cuerpo blanquísimo expuesto, se echó encima con torpeza y hurgó desmañado hasta penetrarla. La chica soltó un murmullo y volvió a callar. El salvaje se entretenía en cortarle mechones de la espesa melena negra.
El aprendiz después de haber permanecido inmóvil como una estatua de mármol, al ver cómo el bruto forzaba a la niña comenzó a moverse. El mago agarró su antebrazo izquierdo con rabia. ¿Estás loco?, ¿qué pretendes hacer, que nos maten? ¿Qué nos cuelguen de los pies hasta que nos coman los ojos los cuervos? No tenemos nada que hacer contra siete guerreros, así que siéntate y espera. Si hay suerte y no las matan, cuando acaben, podremos curar sus heridas. El aprendiz miró al mago de una forma especial. Si hay suerte y no las matan… Ni siquiera piensas ayudarlas si intentan matarlas. Están borrachos y van a estarlo más, eso nos daría ventaja, maestro. Les debemos esto a esas mujeres como poco, ya que su pudor no es algo que te preocupe en exceso, mi mago. El maestro devolvió la mirada al joven en silencio. Dirigió otra vez la mirada al claro y habló. Está bien. Si intentan matarlas, los atacaremos. Ve por las ballestas, rápido. Te espero aquí. Cuando llegues, yo iré a colocarme allí a la izquierda de la mujer, ¿ves?, donde parece que baja el terreno, al lado del castaño. Tú irás allí, a la derecha de la joven, ¿ves el zarzal? No sabemos dónde irá el cabo, ni si se moverán de los actuales puestos, pero en principio yo tengo a esos cuatro y tú a esos dos, aunque ese es salvaje. Te recomiendo que le dispares la ballesta a él, si llegas siquiera a apuntarle. La señal la daré yo y será un graznido de cuervo. Como hagas alguna tontería o desobedezcas estas reglas, si sobrevivimos no pienso volver a verte. Vamos, ve.
Cuando el aprendiz volvió, entregó al mago una ballesta y otro puñal y él mismo portaba varias navajas en el cinto y otra ballesta pequeña y negra. Cada uno se dirigió adonde habían establecido, el hombre hacia la izquierda en línea recta desde donde se encontraban y el joven hacia la derecha haciendo una pequeña curva para colocarse en el lugar adecuado. Cuando el mozo llegó a su lugar y se agazapó en la mejor postura que pudo, el soldado que forzaba a la niña se apartó y el salvaje quiso acercarse pero este lo paró, empujándole en el hombro. El guerrero dio la vuelta a la joven, la alzó por las caderas y le abrió las piernas. La chica quedó a cuatro patas y el aprendiz vio que su mirada era directa, consciente, dolorida. La cabeza parecía la de una muñeca grotesca, pues el rastreador con su cuchillo la había pelado irregularmente y la había dejado mocha. El soldado se colocó detrás y manoseó hasta penetrarla y recomenzó el coito. El salvaje se sentó, dando su espalda al aprendiz, para situar la cabeza de la joven entre sus piernas.
La mujer corría una suerte aún peor. Los mastuerzos que la violentaban se dedicaron a beber y porfiar entre sí. De vez en cuando parecían caer en la cuenta de la presencia de la mujer y se acercaban a ella para gritarle tras darle una patada, arrearle bofetadas o sobarla con violencia. La mujer sí gritaba y gemía y daba alaridos. En un momento dado uno de los soldados sacó su espada de la vaina y pinchó a la mujer en un muslo. Ella aulló y el soldado lanzó la espada al suelo y con la vaina empezó a golpearla. La cogió del pelo, la levantó, acabó de arrancarle la saya y la echó sobre el tronco, apoyándola en el vientre. El hombre, que estaba tan ebrio que gritaba y hacía aspavientos como un loco, se quitó el cinturón y se lanzó sobre la mujer. El cabo que había estado afilando una rama se levantó y sacó un estilete del fondo de su jubón. Anduvo lentamente, rodeó la fogata, agarró al violador del hombro y lo apartó de la esclava, arrastrándolo un corto trecho. El cabo arrojó cerca la rama y el estilete y cogió a la mujer que intentaba alejarse, reptando como una alimaña herida. La volvió a poner en la misma posición.
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