De SAR, en una revista Bostezo.
Hans Thoma |
Los
genitales y las estrellas
Revista
Bostezo nº 7
Se
ha discutido mucho sobre el rasgo específico que define la condición humana: la
risa, la razón, la tecnología, el lenguaje. Probablemente todas estas tesis
tienen fundamento, como también las que pretenden retener hacia abajo las
pretensiones olímpicas de la humanidad o borrar hacia arriba la escala
evolutiva de los primates. Pero permítaseme la provocativa y paradójica
afirmación de que existe una diferencia neta, presupuesto de todas las demás,
donde menos se la buscaría o donde nadie querría en realidad hallarla: lo que
distingue al ser humano de los animales -digamos- son los genitales.
Los
mitos cuentan como peripecia lo que es duración; como metamorfosis lo que es
evolución. Adán y Eva pastaban en el Paraíso como cuadrúpedos felices;
correteaban cabizbajos buscando las hierbas más apetitosas, sin penas ni
cuidados, y la luz del relámpago y el estrépito del trueno les llegaban de
soslayo, resplandor y eco, sombra y timbal, desde un lugar que permanecía
siempre a sus espaldas. No bostezaban, no deseaban, no morían. Hasta que un día
el mayor arrojo y curiosidad de Eva guió a la pareja hasta una planta
desconocida; no se sabe qué diablos comieron, pero lo cierto es que, como
ocurre en tantos cuentos y leyendas, este alimento mágico provocó en ellos una fulminante
transformación. Hay que tener siempre cuidado con lo que se come. Así el
banquete de Circe convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises; así las rosas
de Isis deshicieron el hechizo que había transformado en asno a Lucio; así la
galleta que mordisqueó Alicia aumentó y disminuyó el tamaño de su cuerpo.
Pues
bien, Adán y Eva, a fuerza de comer la nueva planta, cambiaron de
pronto de postura. Es decir, se pusieron de pie y, al hacerlo, descubrieron
-se descubrieron recíprocamente- los genitales. Pero mientras se ponían de pie,
al adoptar la posición erecta, la tierra se dio la vuelta, se enderezó también
o volcó -qué vértigo- en torno a esta verticalidad violenta. Y al mismo tiempo
que se desnudaban por primera vez uno frente al otro, el cielo giró y giró
hasta situarse no detrás de sus cabezas -como hasta entonces- sino delante de
sus ojos. Mediante este cambio de postura, todo quedó a la vista, un mundo
-cómo decirlo- despellejado o desollado: la obscenidad radical del sexo y la
obscenidad radical de las estrellas. Lo que los cristianos llaman “caída” fue,
en realidad, un ponerse-de-pie o un levantarse-sobre-los-dos-pies.
Conocemos
el resto: Adán y Eva se vieron, se desearon, se murieron. El descubrimiento de
los genitales -inseparable de la visión del firmamento- abre para siempre un
doloroso abismo entre el animal que se ha dejado atrás y el humano que no se
acaba de formar. Desde entonces todo está fuera de escena; todo es obsceno. Así
el misántropo Leopardi -en su famoso Canto nocturno de un pastor
errante de Asia- pregunta a su rebaño: “¿por qué si yace a su placer,
ocioso, se calma el animal/ y en cambio yo, cuando reposo, sucumbo al tedio
mortal?”. Y mientras sus ovejas dormitan cabizbajas, con el sexo y el cielo
oculto por sus lomos, pregunta también a las estrellas: “¿para qué tanta
belleza?”.
El
ser humano es el único animal que puede contemplar por igual -tras este cambio
de postura- su sexo y el universo. Lo primero que uno descubre en sí mismo, con
disgusto o con placer, como identidad o como intrusión, no es la “ley moral”,
como quería Kant, sino los propios genitales: al alcance de la vista y de la
mano, en el centro mismo del cuerpo, reclamando una atención tan grande y tan
intensa -en contraste con su tamaño- como solo la reclaman los tumores y las
heridas. La salud es el cuerpo “en el silencio de los órganos”, decía el
cirujano René Leriche, y son los genitales, que cuchichean cuando no chillan,
los que nos mantendrán incurablemente enfermos. Es normal que en torno a esta
inextirpable espina se hayan edificado tantos cultos y tantas aberraciones y es
normal también, al revés, que tantas relaciones de poder inicuas se hayan
fundado o hayan acabado en una supremacía genital que invierte precisamente la
jerarquía humana de la epifanía cósmica: pues la vagina es madre de todos
mientras que el pene es sólo su propio hijo. Y es normal, por ello, que la
lucha contra el patriarcado se plantee al mismo tiempo como una desfalización
de la historia y una civilización del falo.
Estamos
atados a la muerte por los genitales. Y cuando levantamos la cabeza, para
aliviarnos de ellos, nos atamos a la muerte con la mirada. Esa postura nueva,
fruto de una intoxicación alimentaria o de una mala digestión, sitúa en el
mismo eje visual el sexo y las estrellas, de manera que los genitales y los
astros se citan y se combaten sin parar. Sólo se puede levantar la vista hacia
el cielodesde los genitales descubiertos -expuestos- en la postura
erecta, pero ese gesto abre la posibilidad, en persiana o abanico, de
contemplar el mundo no desde nuestro propio cuerpo sino desde el cielo común:
es ahí donde el ser humano atisba, lejos del tacto, la ley moral, la ciencia y
esa mortalidad compartida que llamamos “política”. ¿Qué revela la estampa
cursilísima y banal de los amantes cogidos de la mano bajo la luna? Que la
felicidad se encuentra en alguna forma de intersección visual-genital -donde se
hace sensible el en kai pan revelado y escamoteado por nuestra
condición bípeda- y que la felicidad, por eso mismo, es imposible y además
peligrosa. Si encontrásemos los medios materiales (y quizás estamos a punto de
alcanzarlos) para convertir la persiana o el abanico -el despliegue de la cola
del pavo real- en un instante total, en una dilatación sin duración, habríamos
derrotado, junto a la ley severa del mundo, el mundo mismo con todas sus
ventanas y perspectivas.
Tenemos
dos raíces. Una de nuestras raíces es una úlcera y no nos la podemos arrancar;
la otra raíz es una lejanía y no la podemos alcanzar. Estas raíces no se pueden
soldar, sólo desplegar y a veces entrelazar, pero, ¿se pueden erradicar? Se
dirá que contra los genitales sí se puede luchar; que esa espina sí se puede
extirpar. En el caso de los hombres se llama castración; en el caso
de las mujeres cliteroctomía, lo que le da un aire más aséptico e
inocente, casi quirúrgico y terapéutico. En los dos casos se trata de una
brutal mutilación. Ha sido, como sabemos, una “solución” practicada por
distintas culturas para tratar de construir desde la libertad más fanática
cuerpos sin confusión posible que no amenazasen a los bípedos machos; la
“libertad de mutilación” ha sido siempre, sin duda, un asunto masculino, el de
un constructivismo patriarcal, y radical, en permanente combate contra los
genitales y contra las estrellas. Pero este constructivismo masculino sólo
revelaba una y otra vez hasta qué punto los dos términos se inscriben en el
mismo eje visual y se solicitan de forma metonímica. Freud y Edipo acuden
enseguida a la memoria: nublada su visión por el deseo de su madre, cuando
reconoce por fin a Yocasta, el hijo de Layo no se arranca los genitales sino
los ojos. En el orden inverso, a los eunucos encargados de la gestión de los
harenes se les arrancaba los genitales para cegarlos; y las mujeres del sultán
se exhibían ante ellos, en efecto, como si fuesen ciegos. Si hay que civilizar
los genitales -y no el bazo o el riñón- es porque se trata de órganos
incurables sin los cuales, sin embargo, el misterio del universo, que no
depende de ellos, dejaría de comprometernos y reclamarnos (por parafrasear una
cita de Benjamin).
Creo
que hay una diferencia entre la civilización del falo y la desgenitalización
del mundo. No hay una desgenitalización progresista o liberadora del sexo
porque no hay nada progresista o liberador en el sexo, y menos aún en liberarse de
él. Tenemos dos raíces. Una de nuestras raíces es una úlcera y no nos la
podemos arrancar; la otra raíz es una lejanía y no la podemos alcanzar. Que los
genitales sean incurables y las estrellas inalcanzables garantiza que en
cualquier otro mundo posible -incluso en el mejor imaginable, sin patriarcado
ni capitalismo- seremos fundamentalmente desgraciados y fundamentalmente
incompletos. Veremos, desearemos, moriremos. Lo importante es que nada ni nadie
nos obligue a bajar de nuevo la cabeza.
Fuente:
Revista Bosteno nº 7 (http://www.revistabostezo.com/)
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