Del otro lado; nada mal.
El comunista manifiesto
Iván de la Nuez
Uno. Un fantasma se cierne sobre Europa… es el fantasma
del comunismo. Han pasado más de 20 años desde de la debacle del imperio
soviético. Siglo y medio largo desde que Marx y Engels lanzaran esta alarma,
nada más empezar el Manifiesto Comunista, la madre de todos
los panfletos. Pero es precisamente ahora -cuando se da por
muerto y enterrado- que el comunismo sale de ultratumba y consigue afianzar la
frase en su sentido más estricto.
Si
lo propio de los fantasmas, según los diccionarios, es aparecer después de
la muerte, entonces no es antes del comunismo -época en la que
Marx y Engels despliegan la metáfora- cuando podemos hablar, en propiedad, de
ese espíritu amenazante, sino a posteriori. (A fin de cuentas,
la mayor capacidad aterradora de un fantasma es post mortem).
Solo después del
derribo del muro de Berlín el comunismo se ha convertido en un fantasma que
recorre Europa; el espectro de un mundo muerto que insiste, con ardides muy
dispares, en tirar de los pies a los que le han sobrevivido.
Ese
fantasma inicia su andadura en 1989, año que cifra la caída de un PC (Partido
Comunista) y el advenimiento de otro PC(Personal Computer), con la
expansión de Internet y la era digital. Justo en la frontera entre el ocaso de
aquellas sociedades que se decían basadas en el proletariado -el trabajo
manual- y el apogeo de la época actual, determinada por el mundo virtual
-¿espectral?- de la sociedad informatizada.
En
la actualidad, este comunismo de baja intensidad no tiene, como en la época del
antiguo PC, un baluarte estatal en el que fijar su estrategia y su meta, habida
cuenta que las dictaduras del bloque soviético ya no aguardan al otro lado del
telón de acero. Sí está conectado, sin embargo, a los movimientos y eslóganes
que echaron abajo aquellas tiranías. Es posible percibir los ecos de la glásnost (la
política de transparencia que inició el deshielo de la Unión
Soviética) en Wikileaks. Las movilizaciones de los indignados evocan a
Solidarnosc, el sindicato surgido en Gdansk que apeló a la solidaridad para
subvertir el régimen polaco (Lech Walesa acaba de resurgir brindando su apoyo a
los manifestantes de Occupy Wall Street). Y la convocatoria a refundar la
democracia nos remite a la perestroika (aquella reconstrucción invocada
por Gorbachov como única posibilidad de salvar el antiguo sistema).
A todo esto podemos añadir las pulsiones
por la gratuidad en Internet o el impacto de las nuevas tecnologías sobre los
criterios de propiedad que han regido, hasta hace muy poco, nuestro modo de
vida; el despliegue de formas comunales de asociación o el renacimiento del
panfleto como libro-resorte; la puesta en solfa del capitalismo o la
sublimación del Este como fantasía de la cultura occidental.
Dos. En la época de eufemismos que siguió al desplome de
los regímenes del campo socialista, el capitalismo, así tal cual, apenas se
nombraba: nos valíamos de términos como era global, mundialización, sociedades
poshistóricas, economía de mercado, mundo libre… Asimismo, y puesto que el
comunismo había quedado bajo los escombros del Muro y de su propia historia
represiva, las alternativas críticas preferían calificarse como antisistema,
antiglobalización y un largo anti-todo hasta arribar al
estatuto de indignados.
Pero esos eufemismos ya han rebasado,
con creces, su fecha de caducidad. Y es, en semejante circunstancia, cuando
emergen con intensidad estos indicios que alternan el comunismo primitivo y la
democracia participativa, el socialismo utópico y la autogestión colectiva, las
pulsiones igualitarias y las posibilidades totalitarias.
Tan
lejos del PCUS y tan cerca de Blanchot, estos usos comunistas parecen devolver
la palabra maldita a su semántica primigenia: “comunismo”, afirmaba el escritor
francés, no es otra cosa que “crear comunidad”. En esa cuerda, aparecen
pensadores como Ranciere o Badiou, Groys o Jean-Luc Nancy. (Una
antología, Democracia en suspenso, editada por La Fabrique, en
Francia, y por Casus Belli, en España, aborda el asunto desde esta
perspectiva).
Tal vez por todo esto, el más
extravagante de los autores neocomunistas, Slavoj Zizek, ha intentado rebajar
la tensión a los manifestantes de Occupy Wall Street: “¡No somos comunistas!”.
Así habló desde su tribuna.
Si bien estos destellos comunistas, ya
lo hemos visto, no tienen como referentes a los regímenes de corte soviético
(ni al actual modelo chino o los comunismos periféricos supervivientes a 1989:
Vietnam, Cuba, Corea del Norte), se da el caso de que tampoco pueden mirar
hacia la socialdemocracia (el Estado de bienestar ha sido el segundo
damnificado en la escala de demoliciones posteriores al derrumbe del Muro). Es
más, crece la sensación de que la socialdemocracia solo funcionó, en la guerra
fría, como un capitalismo de rostro humano para enfrentar al sistema comunista,
de modo que ahora resulta innecesaria.
Más
bien, las sociedades occidentales parecen vivir, a nivel doméstico, lo que hace
un par de décadas se concebía como un conflicto geopolítico. Tratamos con una
segunda guerra fría en la que ni el Estado puede realizar su
dominio en la sociedad, ni la sociedad quiere realizar su
alternativa en el Estado. Cada parte juega en su campo y su único punto de
encuentro no son las instituciones políticas sino el mercado. Un mercado que,
dicho sea de paso, es salvado, pero no intervenido, por sus garantes; y es
utilizado, pero no demolido, por sus críticos. Un mercado que ha roto su
binomio con la democracia como el tándem idóneo del liberalismo.
Tres. Más que como un fantasma, durante los primeros años
de la posguerra fría el comunismo sobrevoló Occidente como un zombi. Derrotado
en lo político, se refugió de forma paulatina en una cierta
rentabilidad estética. Con su aura de mundo perdido y exótico,
fue ganando terreno en centenares de exposiciones, películas, libros,
publicidades varias, hasta el punto de convertirse en una especie de parque
temático de Occidente; el museo virtual dedicado a un antiguo enemigo por
redescubrir. Todo ello forjó un género cultural que he llamado Eastern (con
subgénero incluido, como la Ostalgia).
Pero
ya no se trata de una exposición, un thriller de espías,
un boom editorial, o la expansión del Este como gran plató de
un Hollywood que parece haber transitado desde la caza de brujas hasta
el embeleso. Todo eso forma parte del qué y de la estética. Ahora
lidiamos con un fenómeno más complejo que forma parte del cómo y
de la política.
Quizá
valga la pena añadir que esta “presencia” del fantasma comunista no nos
sobrevuela exclusivamente desde el horizonte de la izquierda. Algunos de
nuestros derechistas más insignes provienen del marxismo y aun el estalinismo.
Sin entrar en los censores menores que han actuado en nombre de ambas causas,
es pertinente recordar que un politburó como Borís Yeltsin
encaminó a Rusia hacia el neoliberalismo o un KGB como Putin conduce hoy los
destinos de ese mismo país en el tiempo de los oligarcas. Mientras, China
expande, all over the world, un modelo siniestro que mezcla el
partido único con el estalinismo de mercado que marca la pauta de estos
tiempos.
En un escenario como este, ya no parece
demasiado hiperbólica aquella frase de Vázquez Montalbán, avisando de que la
batalla final sería entre comunistas y excomunistas.
El capitalismo contemporáneo no puede
garantizar los principios inscritos en su fundamento: Libertad, Igualdad,
Fraternidad. Y la alternativa no está, desde luego, en las dictaduras
comunistas que se vinieron abajo por el peso de su propia ignominia. Ahora
bien, hay algo pendiente en la tríada disidente que hizo posible su demolición.
Transparencia, Solidaridad, Reconstrucción constituyen un espectro plausible
que hoy “se cierne sobre Europa” como recordatorio y, asimismo, como hoja de
ruta.
Para la izquierda de toda la vida esto es,
obviamente, un problema, pues siempre ha preferido maquillar el Gulag a
escuchar a la disidencia al comunismo. Para la derecha de toda la vida, es
indigerible que la alternativa a nuestra crisis provenga del “más allá”, de
aquellos derrotados doblemente por la guerra fría que no han visto cumplidas
sus demandas en nuestras democracias menguantes. Para unos, es una ironía. Para
los otros, una deuda.
(*) Publicado originalmente en El País,
el 11-11-11. La imagen es de Lázaro Saavedra.
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