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No es fácil saber cómo ha de portarse un hombre para hacerse un mediano lugar en el mundo.
Si uno aparenta talento o instrucción, se adquiere el odio de las gentes, porque le tienen por soberbio, osado y capaz de cosas grandes... Si es uno sincero y humano y fácil de reconciliarse con el que le ha agraviado, le llaman cobarde y pusilánime; si procura elevarse, ambicioso; si se contenta con la medianía, desidioso: si sigue la corriente del mundo, adquiere nota de adulador; si se opone a los delirios de los hombres, sienta plaza de extravagante.
Cartas Marruecas. José Cadalso.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Colombres y la humanidad




Belfegor



Adiós a Colombres (y 3), de Gregorio Morán en La Vanguardia




Extracto final

Técnicamente fue muy sencillo. Una casa alquilada sin contrato -“cómo vamos a hacer contrato si somos gente de palabra”, dijo el marido de la dueña, veterano socialista–, pagada con talones nominales durante quince años, un verano vas y te encuentras que te hacen una propuesta sin posibilidad de rechazo. “Este verano no te cobramos, pero dejas las cosas de la casa, que compraste tú: los electrodomésticos y ese montón de cacharros que has ido acumulando durante quince años. Eso sí, te puedes llevar los libros y esas cosas que para ti pueden tener un valor sentimental”.

Desde el momento que tienes que desmantelar una casa donde has vivido durante quince años se te desmorona un mundo. Una mudanza sólo es comparable a un divorcio, aunque sea de catorce cajas y una lámpara. Una ruina. Has de encontrar dónde guardarlas porque tu casa no lo admite, y tu economía tampoco contempla un depósito lejano y caro, por tanto debes buscar un almacén de gente buena que te lo pueda guardar hasta que sepas qué demonios vas a hacer con todo eso que se te viene encima y que ni habías buscado ni tenías previsto. Te va entrando una indignación sorda, porque entiendes que llevaban meses pensándolo y sin decirlo, y vas recuperando en los días que te quedan, los detalles: esas flores que plantaron y que sabían expresamente que tú detestabas –los geranios, por ejemplo–, esas reformas que llevabas pidiendo desde hacía años y que ahora acabas de encontrar realizadas.





Y sobre todo esas sonrisas “de buen rollito”, como si te estuvieran haciendo un favor, una espléndida concesión, la de no pagar la estancia veraniega que habrás de reducir porque se te retuercen las tripas de sólo pensar que vas a verlos de nuevo yque esperan de ti que aceptes tu papel de despedido, porque la vida es así y ahora toca que te marches. Tardé en saber quién era el que asesoraba. La dueña no hacía más que referirse a su asesor, “el intermediario que nos vendió las fincas, el que me ha animado a las reformas y a sacarle más partido a la casa”. En los pueblos no hay secretos. El alcalde.
Lo más chocante siempre es ese halo miserable que le sale a la gente cuando desprecias esa fachada de conmiseración y de falsa bondad que siente hacia ti, porque están convencidos además de que eres idiota. Se están portando contigo con la benevolencia de los que saben de lejos lo que es la rapiña; esa gente capaz de cobrarle al hermano postrado en una cama de hospital el precio que les ha costado el autobús. ¡Bastante esfuerzo hago viniendo a verte!

Colofón. La dueña, irritada, ha enviado dos mensajes. El primero, herida porque “después de quince años ocupando (sic) la casa se merecían un adiós”. El otro, menos sentimental, echando a faltar “dos platos de la cocina, una palmatoria y una campanilla”. Somos así, lo que dejamos atrás nunca nos permiten recordarlo como un gozo. Siempre tiene que aparecer el lado siniestro de la vida. La codicia.






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