Belfegor |
Adiós a Colombres (y 3), de Gregorio Morán en La Vanguardia
Extracto final
Técnicamente
fue muy sencillo. Una casa alquilada sin contrato -“cómo vamos a hacer contrato
si somos gente de palabra”, dijo el marido de la dueña, veterano socialista–,
pagada con talones nominales durante quince años, un verano vas y te encuentras
que te hacen una propuesta sin posibilidad de rechazo. “Este verano no te
cobramos, pero dejas las cosas de la casa, que compraste tú: los
electrodomésticos y ese montón de cacharros que has ido acumulando durante
quince años. Eso sí, te puedes llevar los libros y esas cosas que para ti
pueden tener un valor sentimental”.
Desde
el momento que tienes que desmantelar una casa donde has vivido durante quince
años se te desmorona un mundo. Una mudanza sólo es comparable a un divorcio,
aunque sea de catorce cajas y una lámpara. Una ruina. Has de encontrar dónde
guardarlas porque tu casa no lo admite, y tu economía tampoco contempla un
depósito lejano y caro, por tanto debes buscar un almacén de gente buena que te
lo pueda guardar hasta que sepas qué demonios vas a hacer con todo eso que se
te viene encima y que ni habías buscado ni tenías previsto. Te va entrando una
indignación sorda, porque entiendes que llevaban meses pensándolo y sin
decirlo, y vas recuperando en los días que te quedan, los detalles: esas flores
que plantaron y que sabían expresamente que tú detestabas –los geranios, por
ejemplo–, esas reformas que llevabas pidiendo desde hacía años y que ahora
acabas de encontrar realizadas.
Y
sobre todo esas sonrisas “de buen rollito”, como si te estuvieran haciendo un
favor, una espléndida concesión, la de no pagar la estancia veraniega que
habrás de reducir porque se te retuercen las tripas de sólo pensar que vas a
verlos de nuevo yque esperan de ti que aceptes tu papel de despedido, porque la
vida es así y ahora toca que te marches. Tardé en saber quién era el que
asesoraba. La dueña no hacía más que referirse a su asesor, “el intermediario
que nos vendió las fincas, el que me ha animado a las reformas y a sacarle más
partido a la casa”. En los pueblos no hay secretos. El alcalde.
Lo
más chocante siempre es ese halo miserable que le sale a la gente cuando
desprecias esa fachada de conmiseración y de falsa bondad que siente hacia ti,
porque están convencidos además de que eres idiota. Se están portando contigo
con la benevolencia de los que saben de lejos lo que es la rapiña; esa gente
capaz de cobrarle al hermano postrado en una cama de hospital el precio que les
ha costado el autobús. ¡Bastante esfuerzo hago viniendo a verte!
Colofón.
La dueña, irritada, ha enviado dos mensajes. El primero, herida porque “después
de quince años ocupando (sic) la casa se merecían un adiós”. El otro, menos
sentimental, echando a faltar “dos platos de la cocina, una palmatoria y una
campanilla”. Somos así, lo que dejamos atrás nunca nos permiten recordarlo como
un gozo. Siempre tiene que aparecer el lado siniestro de la vida. La codicia.
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