Carducho, en El Prado |
Moriscos: el mayor exilio español
El Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos es una buena ocasión para reconciliar a la sociedad española con su propia historia y con los descendientes de esos compatriotas que hoy pueblan el Magreb
Hay oportunidades, sobre todo en política, que sólo se presentan una vez en la vida, y desperdiciarlas puede convertirse en un error irreparable. Este año 2009 que acaba de comenzar, el Gobierno de Rodríguez Zapatero tiene una oportunidad única para transformar la conmemoración de uno de los más trágicos acontecimientos de la Historia de España, el Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos españoles, en un espacio de reencuentro entre Occidente y el Islam. Una tarea que puede encontrar además un clima internacional más propicio en la nueva presidencia de Estados Unidos y que resulta imprescindible para hacer frente a los estragos morales, políticos y sociales generados no sólo por el terrorismo yihadista, sino también por la aberrante reacción antiterrorista promovida por el ex presidente norteamericano George Bush y secundada por el ex presidente del Gobierno español José María Aznar.
La identidad española se ha construido con múltiples elementos culturales cristianos, judíos, musulmanes y laicos, entre otros. Sin embargo, durante siglos se ha impuesto una versión oficial unidimensional de "lo español", equiparándolo a lo católico y lo conservador. Una concepción intolerante que ha llenado de exilios y expulsiones la Historia de España, amputando comunidades enteras y regando el mundo de españoles condenados a la lejanía y al olvido. Tal fue el caso de los moriscos.Este tipo de eventos tiene obviamente una dimensión académica y cultural, pero sería un verdadero desperdicio que se obviara la dimensión política de la efeméride. La Historia es ciencia social, pero es también elemento de la realidad política del presente. Basta ver el uso que de ella hace la organización terrorista Al-Qaeda cuando clama por la recuperación de Al-Andalus (la España medieval musulmana) para su pretendido nuevo califato, o cuando califica a las tropas occidentales destacadas en Afganistán o en Irak como "cruzados", resucitando así el fantasma de los crímenes cometidos por los ejércitos medievales europeos durante las conquistas de Tierra Santa. Son ejemplos del uso propagandista de la Historia para sostener políticas de terror y de guerra. Frente a ello se hace necesario oponer al integrismo yihadista una lectura diferente de la Historia capaz de hacer de ésta una herramienta de paz y de diálogo. Una lectura que no niegue los abusos del pasado o trate de justificarlos oponiéndolos a los abusos del otro bando, sino que busque el reencuentro entre las personas que son herederas hoy de aquellos lejanos conflictos. Reconciliarse en el presente para desactivar la bomba de odio del pasado, ése debiera ser el objetivo. Un objetivo que España está en condiciones de liderar por razones históricas y porque tiene ya la experiencia del proceso de reconciliación nacional con su pasado reciente.
El 22 de septiembre de 1609, bajo el reinado de Felipe III, las autoridades españolas comenzaron la expulsión de la comunidad morisca, aproximadamente medio millón de personas. Ése ha sido, proporcionalmente, el mayor exilio de la Historia de España, pues la población entonces era mucho menor que tras la Guerra Civil de 1936-1939 (cuando en torno a un millón de españoles tuvieron que abandonar el país). Sin embargo, no es el exilio más recordado. De hecho, son muchos los españoles de hoy que no conocen esta trágica historia.
Tras la toma del Reino de Granada por los Reyes Católicos, la mayor parte de sus habitantes permaneció en la península, recibiendo el nombre de moriscos, gracias al pacto acordado entre los monarcas católicos y el derrotado rey Boabdil, según el cual las autoridades cristianas se comprometían a respetar las creencias religiosas, y costumbres de los musulmanes granadinos, a cambio de la fidelidad de éstos a los reyes. Un compromiso que sólo se respetó durante ocho años, pues poco antes de la muerte de la reina Isabel las autoridades políticas y eclesiásticas de Granada empezaron a obligarlos a convertirse.
La presión sobre los moriscos se hizo insoportable y a las conversiones forzosas les siguieron los procesos inquisitoriales contra aquellos moriscos convertidos que eran vistos con desconfianza. El resultado fue, primero, un lento goteo de antiguos musulmanes que pasaban a tierras magrebíes y, después, una violenta insurrección morisca, una guerra civil que asoló las Alpujarras durante casi tres años con un saldo terrible de brutalidades por parte de ambos bandos. En 1571, tras la muerte del cabecilla de la insurrección, Hernando de Válor, más conocido como Aben Humeya, las tropas reales terminaban con los últimos reductos moriscos, pero la enemistad generada por la guerra permaneció y llevó al rey a decidir la expulsión de la comunidad en pleno. Los moriscos no pudieron pues elegir, como habían hecho los judíos poco más de un siglo antes, entre convertirse al cristianismo o partir en exilio. Una tragedia más a añadir a la expatriación, pues aquellos que se habían convertido de buen grado fueron recibidos con recelo por los musulmanes del norte de África a causa de su condición de cristianos. Cervantes trazó en El Quijote, con el personaje de Ricote, un patético retrato del drama de los moriscos que trataban de regresar clandestinamente a su patria perdida.
Algunos moriscos, al igual que habían hecho los judíos, emigraron también de forma clandestina a América en busca de fortuna, y su huella se aprecia en culturas ecuestres como la de los "gauchos" argentinos. Otros, que habían partido antes de la expulsión masiva, se alistaron en el ejército del sultán de Fez y conquistaron la legendaria ciudad de Tombuctú, en pleno corazón de África, donde formaron una casta poderosa que ha llegado hasta nuestros días con el nombre de los "armas". Pero la mayoría de los moriscos se afincó en la costa africana mediterránea.
En nuestros días hay en todo el Magreb descendientes de aquellos exiliados, llamados genéricamente "andalusíes". La huella morisca es muy clara en Argelia, Túnez y Marruecos, cuya capital, Rabat, fue refundada en el siglo XVII al constituirse en ella una singular república pirata formada por moriscos venidos de Extremadura (del pueblo de Hornachos, para ser exactos), que trajo de cabeza a las armadas españolas, francesa e inglesa durante medio siglo. El descendiente directo del primer gobernador de aquella república es hoy un coronel del ejército marroquí de apellido Bargasch (transcripción francesa del apellido Vargas). Existe, pues, un legado español que forma parte ya de las sociedades magrebíes y que puede convertirse en puente de unión entre las dos riberas mediterráneas.
El Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos debiera jugar el mismo papel que desempeñó en 1992 la conmemoración de la expulsión de los judíos: una ocasión para reconciliar a la sociedad española con su propia Historia y con los descendientes de esos otros españoles que desde hace siglos pueblan el mundo, llevando con ellos la nostalgia y el amor por su antigua patria, expresado en su música, en las palabras castellanas conservadas en su lenguaje, en su interés por todo lo español. Una ocasión también para reconocer su sufrimiento.
No se trata ahora de otorgar nacionalidades, sino de cambiar la dinámica de la Historia, de transformar el odio de antaño en amistad nueva recuperando la memoria de la tragedia morisca y buscando fórmulas de hermanamiento. Todo ello requeriría políticas activas, tanto del Gobierno de España como de los gobiernos autonómicos directamente afectados por la conmemoración (los de Extremadura, Castilla-La Mancha, Andalucía, Murcia, Valencia...), e iniciativas que enmarcasen la evocación histórica en una dinámica de intercambios culturales, económicos y políticos entre territorios y ciudades antiguamente rivales (por ejemplo, Denia y Valencia, que fueron punto de partida de los primeros moriscos expulsados, y Argel, su punto de llegada). La conmemoración, por su trascendencia, exige un esfuerzo de coordinación si se quiere que tenga la necesaria dimensión política. En una de esas paradojas a las que es tan aficionada la Historia, buena parte de la política internacional que propugna el presidente Rodríguez Zapatero va a ser puesta a prueba en el centenario de la expulsión de los moriscos españoles, pues difícilmente puede ser creíble su propuesta de Alianza de Civilizaciones si España, el país que la postula y que él preside, dejara pasar la oportunidad de reconciliarse con su propio pasado islámico.
José Manuel Fajardo, escritor, es autor de la novela El Converso.
Moriscos, la historia incómoda
La España oficial y académica evita abordar el cuarto centenario de uno de los hechos más ominosos de nuestra historia: la expulsión en 1609 de cientos de miles de compatriotas de antecedentes musulmanes
JUAN GOYTISOLO 15 MAR 2009
A Francisco Márquez Villanueva
En el pasado de todos los países alternan los episodios embarazosos y los que son motivo de patriótica exaltación. El cuarto centenario de la expulsión de los moriscos en el reinado de Felipe III se incluye, como es obvio, entre los mencionados en primer lugar. Fuera de la fundación El Legado Andalusí y de los historiadores convocados por éste el próximo mes de mayo, la España oficial y académica se ha encastillado en un precavido silencio que revela su manifiesta incomodidad.
Lo acaecido de 1609 a 1614 es desde luego poco glorioso y constituye el primer precedente europeo de las limpiezas étnicas más o menos sangrientas del pasado siglo. Las medidas "profilácticas" recetadas por el duque de Lerma con el apoyo decisivo de la jerarquía eclesiástica encabezada por el patriarca Ribera, fueron objeto de un largo, incierto y controvertido debate político-religioso cuyas etapas, aunque sea a vuela pluma, conviene recordar: 1499, conversión forzosa de los granadinos por el cardenal Cisneros; 1501-02, pragmática del mismo dando a elegir a los musulmanes del reino de Castilla entre el exilio y la conversión: los mudéjares del Medioevo pasaron a ser así, pura, y simplemente, moriscos; 1516, se les fuerza a abandonar su vestimenta y costumbres, aunque la medida queda en suspenso por espacio de diez años; 1525-26, conversión por edicto de los de Aragón y Valencia; 1562, una junta compuesta de eclesiásticos, juristas y miembros del Santo Oficio prohíbe a los granadinos el uso de la lengua árabe; 1569-70, rebelión de la Alpujarra y guerras de Granada... A partir del aplastamiento de los moriscos y de la ejecución de Aben Humeya, la política de Felipe II consistió en dispersar a los granadinos y en reasentarlos en Castilla, Murcia y Extremadura, lejos de las costas meridionales y de las posibles incursiones turcas.
En el debate que enfrentó durante décadas a -perdóneseme el anacronismo- palomas y halcones, éstos contaron con la pluma elocuente de propagandistas como fray Jaime de Bleda, González de Cellorigo, fray Marcos de Guadalajara y, sobre todo, de Pedro Aznar de Cardona, para quien la expulsión cerraba definitivamente el largo e ignominioso paréntesis abierto por la invasión de 711: la católica España lo sería, por obra de Lerma y del Tercer Filipo, sin excepción alguna. Junto a los alegatos de índole religiosa, se esgrimían otros de orden demográfico: el peligro que suponía el gran crecimiento de la población morisca en abrupto contraste con el estancamiento o caída del de los cristianos viejos en razón del celibato eclesiástico, la enclaustración femenina en los conventos, las guerras de Flandes y la emigración a América. Dicha argumentación, resucitada hoy por los ultras de la identidad europea, fue irónicamente resumida por el Berganza cervantino en el Coloquio de los perros.Tantas vacilaciones y cambios de rumbo reflejaban las contradicciones existentes entre una jerarquía eclesiástica muy poco respetuosa de la ética universal cristiana y los intereses de una parte de la nobleza peninsular, para la que la expulsión de quienes trabajaban sus tierras significaba la ruina de la agricultura. Como sabemos por la historiografía desde fines del siglo XIX, la cruzada político-religiosa fue objeto entre bastidores de una áspera controversia. Mientras algunos se oponían a la expulsión y predicaban el catecumenado y la asimilación gradual, los elementos más duros del episcopado se decantaban por propuestas más contundentes: la esclavitud, el exterminio colectivo o la castración de todos los, varones y su deportación a la isla de los Bacalaos, esto es, a Terranova. Al destierro a la más cercana orilla africana, sostenido por la mayoría de los miembros del Consejo de Estado, un santo obispo opuso una argumentación impecable: puesto que el llegar a Argel o a Marruecos, los moriscos renegarían de la fe cristiana, lo más caritativo sería embarcarles en naves desfondadas a fin de que naufragaran durante el trayecto y salvaran sus almas.
El problema morisco y la terapéutica radical del mismo han sido objeto de numerosos y bien documentados estudios en el último medio siglo por historiadores tan diversos como Américo Castro, Domínguez Ortiz, Julio Caro Baroja, Mercedes García-Arenal, Bernard Vincent, Louis Cardaillac, Márquez Villanueva y un largo etcétera. Gracias a ellos, conocemos las reflexiones que hoy denominaríamos cívicas de quienes se opusieron al bando de expulsión de hace cuatro siglos. Muy significativamente, la mayoría de ellos formaba parte de la, no por desdibujada menos visible, comunidad de cristianos nuevos de origen judío, cuya defensa de la asimilación de los moriscos era asimismo un alegato pro domo, en la medida en que contradecía e impugnaba los muy poco cristianos estatutos de limpieza de sangre. La reivindicación del comercio, del trabajo y del mérito frente a la "negra honra" de los cristianos viejos, apuntaba al objetivo de detener la ya perceptible decadencia española y las largas "vacaciones históricas" que se prolongarían por espacio de dos siglos, hasta las Cortes de Cádiz, pese a las políticas más sensatas de Olivares y de los ministros ilustrados del XVIII. González de Cellorigo, cuyo memorial dirigido al monarca -De la política necesaria y útil restauración de la república de España- condensa en el título su contenido regeneracionista, y la excelenteHistoria de la rebelión y castigo de los moriscos, de Luis de Mármol y Carvajal -evocadora de una tragedia humana que hubiera podido evitarse con planteamientos más pragmáticos-, se ajustan a la corriente del pensamiento erasmista al que se adscribían los partidarios de una modernización de la ensimismada sociedad hispana.
En una obra de próxima publicación y que acabo de leer por gentileza de su autor -Moros, moriscos y turcos en Cervantes-, Francisco Márquez Villanueva analiza con su habitual competencia los escritos, en su mayoría inéditos, del humanista Pedro de Valencia, discípulo y testamentario del hebraísta Benito Arias Montano. Su Tratado acerca de los moriscos de España, desconocido hasta su publicación en 1979, y que no llegó a mis manos sino en fecha reciente, quizá sea, visto con la perspectiva del tiempo, la defensa mejor razonada de la causa de los expulsos. Judeoconverso, como Arias Montano, y enemigo de la escolástica y de la ideología tridentina, denuncia con energía "el agravio que se les hace (a los moriscos) en privarlos de sus tierras y en no tratarlos con igualdad de honra y estimación con los demás ciudadanos y naturales". Como fray Luis de León (recuérdese lo "de generaciones de afrenta que nunca se acaba"), Pedro de Valencia se alza contra los estatutos del cardenal Siliceo y propugna una política de matrimonios mixtos de moriscos y cristianos viejos para "persuadir a los ciudadanos de la república, que todos son hermanos de un linaje y de una sangre".
El espectáculo de decenas de millares de mujeres y hombres bautizados a quienes se separaba de sus hijos mientras imploraban misericordia a Dios y al rey y proclamaban en vano su voluntad de permanecer en su patria, resultaba para algunos cristianos sinceros difícil de soportar. Las condiciones brutales de la expulsión y las matanzas llevadas a cabo de quienes huían de ella fueron acogidas con tristeza y compasión por una minoría pensante, y con clamores de odio y con vítores por aquellos que, como Gaspar de Aguilar, las convirtieron en cantares de gesta.
La mayoría de los moriscos se refugiaron, con muy diversa fortuna, en el Magreb, y los naturales de Hornachos crearon en Marruecos la llamada república de Salé, con la esperanza ilusoria de congraciarse con el rey y retornar algún día a España. Los del Valle de Ricote fueron autorizados a emigrar voluntariamente durante un lapso de cuatro años por la frontera francesa y a dirigir sus pasos a otros países europeos. Aunque totalmente asimilados, el favorito de Felipe III firmó, sin que le temblara el pulso, su orden de destierro colectivo en 1614. El episodio del morisco Ricote -el encuentro con su paisano Sancho Panza- en la Segunda Parte del Quijote, permitió a Cervantes, maestro en el arte de la astucia, recoger la voz de quienes fueron víctimas, de tan salvaje atropello.
"Salí -dice el morisco- de nuestro pueblo, entré en Francia y aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y llegué a Alemania y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de conciencia".
¡Libertad de conciencia! De refilón, y como quien no quiere la cosa, el autor del Quijote pone el dedo en la llaga. Los despiertos centinelas del Santo Oficio eran todo oídos pero a buen relector sobran más palabras.
Juan Goytisolo es escritor.
El gran entuerto de la expulsión de los moriscos
Los españoles hemos estado desorientados durante siglos acerca de la expulsión de los moriscos en 1609, presentada como necesaria medida de protección, tanto política como religiosa, contra una minoría desleal y apóstata. Don Antonio Cánovas del Castillo la consideraba tan necesaria que, según decía, de no realizarse a comienzos del siglo XVII habría sido preciso hacerla en el siglo XIX, dando a entender que la habría hecho él.
Hoy sabemos que semejante concepto procede de una campaña lanzada desde el poder para contrarrestar el estupor suscitado en toda la Monarquía por el hecho sin precedente del desarraigo de todo un pueblo bautizado por un país católico.
La idea del gran exilio, lanzada desde muy atrás, venía siendo rechazada como moralmente condenable, además de ruinosa, y Felipe II se negó siempre a su ejecución. El duque de Lerma, don Francisco Gómez de Sandoval, valido todopoderoso de Felipe III, fracasó en su intento de recabar el apoyo de la Inquisición, así como el del pontífice Pablo V, a quien se mantuvo ignorante del decreto hasta el último instante.
Los moriscos, forzados por medio de la violencia a la conversión al cristianismo y nunca adoctrinados de un modo viable, eran desde luego un serio problema, pero aun así conocían un proceso de asimilación y (lo más esencial) no podían ser privados, en cuanto nacidos españoles, a la habitación (como entonces decían) sin previa figura de juicio. Los moriscos no eran (como los judíos) mera propiedad privada de los reyes cristianos. Por el contrario, poseían estatuto de naturales o "ciudadanos", según la doctrina de Pedro de Valencia.El reino de Valencia, que en ello se jugaba su futuro económico y especialmente el de su nobleza territorial, tropezó contra una muralla en su protesta. Aunque con miras interesadas, los titulares de señoríos, actuando en complicidad, lograron evitar la salida de muchos, y la ley, decidida en 1602 por el Consejo de Estado, conoció una historia de intensos vaivenes políticos hasta su promulgación en 1609.
Existía una franja de fanática inquina contra los moriscos, y el influyente patriarca de Valencia José de Ribera (hoy canonizado) abogó toda su vida por la expulsión. Pero se daba también una amplia gama de opinión moderada, favorable a la catequesis y la convivencia, que perduró hasta el último día. Su voz más autorizada fue el cronista real Pedro de Valencia, de inmenso y justificado prestigio, que escribía en 1608 para el confesor del soberano su Tratado acerca de los moriscos de España,sin duda la pieza más importante en torno a un siglo de debate. Su tesis de rechazo de toda violenta solución final del problema morisco (incluyendo la expulsión), que tal vez sorprenda hoy a muchos, es clara y tajante: lo que se halla en juego no es el destino de una minoría, sino la decisión acerca de si España podrá seguir llamándose una nación cristiana. El susodicho tratado, largamente leído en copias privadas, no ha visto la letra impresa hasta 1997.
Cervantes manifestó, conmovido, su condena con las maravillosas páginas dedicadas en El Quijote a la figura del morisco Ricote, verdadero monumento de patriotismo y de cristianos sentimientos. El gran desarraigo fue visto en todas partes como un acto bárbaro e impolítico y el destino de aquel pueblo no pudo ser más desdichado. Se calcula que costó la vida de un tercio de su demografía y lo más triste fue que en la mayor parte del mundo islámico fueron acogidos con desconfianza, en cuanto españoles y en cuanto bautizados. La relativa excepción fue la regencia turca de Túnez, donde su impronta de "andaluces" se reconoce hasta hoy detrás de cuanto suena a moderno, lo mismo que en los recuerdos materiales del valle del Guadalquivir o de la serranía de Ronda.
No tuvieron la misma suerte los expulsados moriscos de Hornachos en el dominio jerifiano-magrebí, donde llegaron a fundar una especie de republica independiente en Salé. Se ofrecieron incluso a negociar su vuelta a España "como cristianos" bajo la única garantía de no ser molestados por la Inquisición.
Si los valencianos aceptaron el traslado a Berbería, muchos de otras procedencias prefirieron acceder en privado al mundo cristiano por Francia, a través de un control situado en Burgos, que es lo que hizo el buen Ricote. Los de Castilla, Andalucía y Murcia fueron embarcados para Francia e Italia. Y al final resultó exacto el hosco vaticinio del patriarca Ribera: "Los moriscos se disolverán como la sal en el agua". Así ha sido.
España tiene, ante el mundo y ante los actuales descendientes de aquella compatriota cepa, una deuda de honor y de justicia conculcada.
No se trata de un regalo, de una lisonja ni de ningún oportunismo. Es asumir una responsabilidad histórica en modesto reconocimiento de nada más que el cuique suum, en desfacimiento de un gran entuerto, cuya negativa sombra pesa aún sobre nosotros.
Francisco Márquez Villanueva es catedrático emérito de Literatura de la Universidad de Harvard.
El gran entuerto de la expulsión de los moriscos
Los españoles hemos estado desorientados durante siglos acerca de la expulsión de los moriscos en 1609, presentada como necesaria medida de protección, tanto política como religiosa, contra una minoría desleal y apóstata. Don Antonio Cánovas del Castillo la consideraba tan necesaria que, según decía, de no realizarse a comienzos del siglo XVII habría sido preciso hacerla en el siglo XIX, dando a entender que la habría hecho él.
Hoy sabemos que semejante concepto procede de una campaña lanzada desde el poder para contrarrestar el estupor suscitado en toda la Monarquía por el hecho sin precedente del desarraigo de todo un pueblo bautizado por un país católico.
La idea del gran exilio, lanzada desde muy atrás, venía siendo rechazada como moralmente condenable, además de ruinosa, y Felipe II se negó siempre a su ejecución. El duque de Lerma, don Francisco Gómez de Sandoval, valido todopoderoso de Felipe III, fracasó en su intento de recabar el apoyo de la Inquisición, así como el del pontífice Pablo V, a quien se mantuvo ignorante del decreto hasta el último instante.
Los moriscos, forzados por medio de la violencia a la conversión al cristianismo y nunca adoctrinados de un modo viable, eran desde luego un serio problema, pero aun así conocían un proceso de asimilación y (lo más esencial) no podían ser privados, en cuanto nacidos españoles, a la habitación (como entonces decían) sin previa figura de juicio. Los moriscos no eran (como los judíos) mera propiedad privada de los reyes cristianos. Por el contrario, poseían estatuto de naturales o "ciudadanos", según la doctrina de Pedro de Valencia.El reino de Valencia, que en ello se jugaba su futuro económico y especialmente el de su nobleza territorial, tropezó contra una muralla en su protesta. Aunque con miras interesadas, los titulares de señoríos, actuando en complicidad, lograron evitar la salida de muchos, y la ley, decidida en 1602 por el Consejo de Estado, conoció una historia de intensos vaivenes políticos hasta su promulgación en 1609.
Existía una franja de fanática inquina contra los moriscos, y el influyente patriarca de Valencia José de Ribera (hoy canonizado) abogó toda su vida por la expulsión. Pero se daba también una amplia gama de opinión moderada, favorable a la catequesis y la convivencia, que perduró hasta el último día. Su voz más autorizada fue el cronista real Pedro de Valencia, de inmenso y justificado prestigio, que escribía en 1608 para el confesor del soberano su Tratado acerca de los moriscos de España,sin duda la pieza más importante en torno a un siglo de debate. Su tesis de rechazo de toda violenta solución final del problema morisco (incluyendo la expulsión), que tal vez sorprenda hoy a muchos, es clara y tajante: lo que se halla en juego no es el destino de una minoría, sino la decisión acerca de si España podrá seguir llamándose una nación cristiana. El susodicho tratado, largamente leído en copias privadas, no ha visto la letra impresa hasta 1997.
Cervantes manifestó, conmovido, su condena con las maravillosas páginas dedicadas en El Quijote a la figura del morisco Ricote, verdadero monumento de patriotismo y de cristianos sentimientos. El gran desarraigo fue visto en todas partes como un acto bárbaro e impolítico y el destino de aquel pueblo no pudo ser más desdichado. Se calcula que costó la vida de un tercio de su demografía y lo más triste fue que en la mayor parte del mundo islámico fueron acogidos con desconfianza, en cuanto españoles y en cuanto bautizados. La relativa excepción fue la regencia turca de Túnez, donde su impronta de "andaluces" se reconoce hasta hoy detrás de cuanto suena a moderno, lo mismo que en los recuerdos materiales del valle del Guadalquivir o de la serranía de Ronda.
No tuvieron la misma suerte los expulsados moriscos de Hornachos en el dominio jerifiano-magrebí, donde llegaron a fundar una especie de republica independiente en Salé. Se ofrecieron incluso a negociar su vuelta a España "como cristianos" bajo la única garantía de no ser molestados por la Inquisición.
Si los valencianos aceptaron el traslado a Berbería, muchos de otras procedencias prefirieron acceder en privado al mundo cristiano por Francia, a través de un control situado en Burgos, que es lo que hizo el buen Ricote. Los de Castilla, Andalucía y Murcia fueron embarcados para Francia e Italia. Y al final resultó exacto el hosco vaticinio del patriarca Ribera: "Los moriscos se disolverán como la sal en el agua". Así ha sido.
España tiene, ante el mundo y ante los actuales descendientes de aquella compatriota cepa, una deuda de honor y de justicia conculcada.
No se trata de un regalo, de una lisonja ni de ningún oportunismo. Es asumir una responsabilidad histórica en modesto reconocimiento de nada más que el cuique suum, en desfacimiento de un gran entuerto, cuya negativa sombra pesa aún sobre nosotros.
Francisco Márquez Villanueva es catedrático emérito de Literatura de la Universidad de Harvard.
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