Ayer presenté un libro de poemas, El placer de ver morir a un ángel, de mi compañero el poeta sarraceno, tropical y rojo, amenizado por bellas melodías interpretadas por sus dos jóvenes sobrinas, fronterizas y violinistas. Fue un acto bonito y sencillo.
Has deambulado sin rumbo
entre gente gélida
y estática.
Te has adentrado en callejones
más ocuros que noches
muertas.
Has visto películas antiguas
en cines repletos
de soledad.
Has amado a mujeres tristes
como los cortos días
de diciembre.
Y continúas buscando el camino de vuelta
como un dios herido
como un ángel perdido
en la ciudad.
El ángel canibal
bebió otro trago de vino.
Con una servilleta de papel
se limpió los labios.
Satisfecho
la dejó sobre la mesa.
Fijó la mirada
en los restos de la cena:
sobre una bandeja de plata
unas alas azuladas
manchadas de rojo
y poco más.
Un leve remordimiento
lo hizo estremecerse.
Se juró que no volvería a hacerlo.
Nunca más caería en la tentación.
Esta había sido la última vez.
Esto es lo que pensó
mientra empezaba a trazar
un plan para seleccionar
a su próxima víctima.
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