Cap Rúbea, trenzando una última ese con la bicicleta, llegó por fin a casa. Tanteó el bolsillo del vaquero recortado, sacó la llave y abrió con un cuido esmerado. Metió la bici en el recibidor y la apoyó en la pared. Se mantuvo de pie con las piernas algo abiertas, oscilando adelante y atrás, y dudó un momento.
Fue a la cocina, abrió el frigorífico y miró en su interior. Extrajo un bote de pepinillos en vinagre, una lata de anchoas, un bote de mostaza, una lata de cerveza y una botella grande de gaseosa. Colocó todos los recipientes en hilera ante sí en la mesa y se sentó. Esperó, con los ojos entornados y el oído atento. La cabeza le daba vueltas y le dolían las quijadas y las rodillas. Quiso no creer que el cielo que veía tras el cristal de la ventana empezaba a ser más azul marino oscuro que negro.
Abrió el bote de pepinillos y comenzó a meter los dedos en el caldo y a comer, masticando bovinamente. Cuando hubo comido unos cuantos pepinillos, se chupó los dedos y pensó si le sentaría bien una cerveza; también pensó si el abuelo se daría cuenta, pero había muchas en el frigo. Abrió la lata y se la echó al coleto, tragando la pasta ácida. Eructó escueta, limpia y libremente, con un leve gesto de sorpresa. Volvió a beber y volvió a eructar, ahora entrecerrando los labios.
Cogió la lata de anchoas, metió el dedo bajo la anilla, levantó la tapa y la desprendió totalmente. Saltaron un par de gotas de aceite que mancharon el hule de cuadros rojos y rosas de la mesa. Fijó la mirada unos instantes en las gotitas y se le humedecieron los ojos. Para comer los filetes de anchoa cogió un tenedor de postre del cajón de los cubiertos. Intercaló los filetillos salados con sorbos de la lata de cerveza. Antes de acabar todas las anchoas tuvo que levantarse a coger otra lata de cerveza: qué más daba, había muchas latas y su brújula corporal le indicaba que la cerveza tanto podía desquiciar el mareo como evaporarlo.
Cuando terminó la lata de anchoas, llegó la hora de la mostaza. Era mostaza de Dijon, la que les gustaba al abuelo y a ella. Utilizó el tenedor, pero la cantidad que podía recoger era escasa. Bebió cerveza. Metió dos dedos en el tarro y sacó un buen pegote que se introdujo en la boca. Se lamió los dedos meticulosamente. Cogió más y se frotó las encías y los dientes, las coronas de las muelas incluidas.
Echó un trago y en esta ocasión llegaron las arcadas. Corrió al cubo de la basura, se arrodilló, lo abrió y vomitó. Tras tres o cuatro golpes de vómito, cuando ya sólo caían hilos de baba al cubo, creyó oír algo, y asumió automáticamente que el abuelo la pillaba a cuatro patas, echando la pota. Giró la cabeza hacia la puerta y miró expectante. Era una falsa alarma: descansó los riñones, pues se le había tensado el lomo, y el sentir la fortaleza de su carácter la animó.
Cerró el cubo, puso las manos en la pared, levantó la pierna izquierda, que formó un ángulo recto, y permaneció en esa postura mientras se recomponía. Se levantó al fin, a pesar de la persistencia del mareo que se iba disipando.
(...)
Natalia Pamblanco |
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