Hace unos días, mientras me acicalaba en el baño, tuve una sensación de extrañamiento metafísico. Hace tiempo que no tengo este tipo de sensaciones y no es esta clase de extrañamiento precisamente el que más me ha atosigado, en otras ocasiones; todo hay que decirlo, casi siempre en mi juventud.
Me vestía con pantalones negros, tirantes negros, calcetines azul intenso y camisa lila claro con finas rayas blancas, y sentí que estaba encerrado en un cubículo de unos diez o doce metros cúbicos, dentro de un edificio, en una ciudad, en un territorio, en un planeta, en una galaxia, en el inconmensurable y formidable cosmos lleno de estrellas, cometas y torbellinos y cúmulos de materia y antimateria. Me sentí como un minúsculo pedacito de Materia en un mundo insondable.
Habitualmente lo que he sentido ha sido el extrañamiento moral de los que me rodeaban, como El extranjero camusiano, un extraño absoluto de mi entorno, una distorsión ontológica del mundo, una conciencia asustada entre puras cosas. O en otro momentos, como los galos, que sentían que los cables de acero que aguantaban la realidad se romperían, que los contrafuertes que sostenían el edificio se desmenuzarían, el cielo derrumbándose sobre mi cabeza, el Mundo que se disuelve, la Materia que se desintegra como una ramita que se quiebra.
La película “Los pájaros” representa el temor celta a que el cielo caiga sobre nuestras cabezas, que el absurdo invada un día nuestra vida y nos devore, nos consuma vitalidad y existencia.
Ante el monstruo informe: del asco y el miedo al desprecio; de éste a la indiferencia; de ésta a la risa; y, por fin, de ésta a la piedad serena.
La imagen del mundo: una cinta transportadora que te aleja de ti mismo.
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