Varios
terroristas de nacionalidad saudí atentan contra EEUU. Éste reúne a sus aliados
y en represalia atacan a Afganistán; mandan ocuparlo con 300.000 soldados,
equipados con la tecnología punta, para encontrar a un individuo llamado Bin
Laden. ¡Si a Gadafi le localizaron y le mataron sólo un día después de la
visita de Hilary Clinton a Libia!
Los
mismos CSIs que pusieron la cara de Gaspar Llamazares al nombre del saudí en
los carteles encontraron pasaportes (hechos de papel) de los terroristas,
debajo de toneladas de amasijo de hierro fundido en el infierno de las Torres
Gemelas. Determinaron en pocos días que eran 19 musulmanes, 15 de ellos de
Arabia Saudí (¡ningún afgano entre ellos!) y que recibían órdenes desde las
cuevas de Afganistán. Allí fueron a buscar a Bin Laden y ¡zas! le encontraron
diez años después en Pakistán –estrecho aliado de EEUU- y en vez de capturarle
vivo para llevarle ante los tribunales, le mataron.
Si
no fuera porque en esta tragedia afgana han muerto decenas de miles de
inocentes, el relato parecería un cuento humorístico inventado por un
aficionado.
Cui
bono? «¿A quién beneficiaba?». La invasión y la ocupación de
Afganistán obedecen a un plan diseñado antes del 11S. con diferentes objetivos
a lo largo de esos años:
1978:
EEUU recurre al fundamentalismo religioso para acosar a la Unión Soviética en
su área de influencia: desde el norte, a través de Juan Pablo II, un Papa
nacido en Polonia –país ultracatólico-, y desde el sur, mediante los
Muyahidines y en Afganistán. Ambos países gobernados por comunistas. Lech
Valesa y Bin Laden ejecutarán esta misión.
Entre
1991-2008: con la caída de la URSS, el objetivo de Washington será el dominio
económico y militar del espacio que su rival ha dejado libre. Tras derrocar al
gobierno socialista del Doctor Nayib a través de los islamistas, EEUU utiliza a
Afganistán como vía de acceso a los grandes recursos naturales de las
repúblicas ex soviéticas. La petrolera estadounidense UNOCAL diseña un
gaseoducto que llevaría el gas de Turkmenistán hasta el puerto paquistaní de
Karachi, pasando por Afganistán. Con ello, EEUU pretendía diversificar sus
fuentes de suministro de energía, romper el monopolio ruso sobre los
yacimientos y rutas de hidrocarburo y frenar el desarrollo de la economía
China, que se abastece de los recursos de estas tierras.
En
diciembre de 1997, Unocal se niega a aumentar la cifra de 100 millones de
dólares por año que pedía la banda polpotiana Taliban como pago de peaje. La
codicia de los afganos se suma a su incapacidad de establecer la seguridad en
el país -imprescindible para trazar el megatubo- y lleva a Washington a firmar
su sentencia de muerte. (¡Al presidente de Alemania, Horst Köhler, le
obligaron dimitir en 2010 por vincular la presencia de las tropas de su país en
Afganistán con los intereses económicos!).
En
agosto de 1998, Bill Clinton, coincidiendo con el escándalo Lewinsky,
ordena bombardear Sudan y Afganistán, acusando a Al Qaeda-Taliban de estar
detrás de los atentados contra las embajadas de EEUU en África. A partir de 1999
los medios occidentales lanzan una campaña contra los islamistas afganos,
convirtiendo la liberación de la mujer enburkada en la gran misión del mundo
civilizado. EEUU y sus socios europeos parecían tener prisa: el oso ruso y el
dragón chino se había unido en agosto de 2001, en la Organización
de Cooperación de Shangai (OCS), con clara intención de impedir la entrada de
los occidentales en su zona de su influencia tradicional.
El
9 de septiembre, el comandante Masud Sha, que dirigió la guerra contra los
soviéticos, es asesinado durante una entrevista con una cámara bomba. 26 días
después de los atentados del 11S, una coalición de 34 Estados agreden al
penúltimo país más pobre del mundo y a sus 25 millones de desharrapados, a los
que aplicarán el castigo colectivo, cometiendo un crimen de guerra
según los Convenios de Ginebra. Durante los 21.000 ataques
aéreos lanzaron 20.000 bombas -incluidas las MWS “cargas penetrantes”
revestidas con uranio empobrecido- sobre un país entero. Los ataques
dejaron a miles de civiles sepultados bajo los escombros, y obligaron a huir
con lo puesto y con chanclas de sus hogares a un millón y medio de personas en
aquel terrible invierno.
Los
objetivos de la ocupación eran, además de construir el gaseoducto, impedir la
reunificación de las repúblicas ex soviéticas bajo el paraguas de Moscú,
instalar bases militares en las fronteras de China y de Irán, y crear una OTAN
asiática.
Mientras
convertían el mundo en “una granja vigilada por millones de cámaras que
vendían como churros”, el fabricante de armas Lockheed Martin
multiplicaba por 15 el precio de sus acciones en la Bolsa y recibía el
mayor contrato militar de la historia: 200.000 millones de dólares. El
presupuesto de defensa de EEUU alcanzaba los 450 mil millones de dólares: una
economía de guerra, en toda regla.
A
partir de 2008 y después de ver imposible la construcción del gaseoducto por
problemas de inseguridad (¡Rusia e Irán, exportadores de gas, jamás permitirían
un tubo rival en su proximidad!), para el presidente Obama la misión principal
de ISAF será contener a China. Lanzó el programa de entrenamiento de los
militares afganos por la OTAN para (afganizar la guerra) reducir las bajas
propias y que ellos aprendiesen a gestionar sus asuntos. Mala idea: en lo
que va del año, en 30 ataques, los soldados afganos han matado a 45
entrenadores de la coalición.
Atrapadas
en esta ratonera, las tropas de la OTAN, para sobrevivir, dependen de los
camiones que llegan de Pakistán y Rusia y les suministran hamburguesas, agua,
botas y papel higiénico. Hoy, y a pesar de que unos 80.000 soldados de EEUU
siguen allí, Afganistán para los candidatos Obama y Romney ya es una guerra
olvidada. No saben cómo salir del embrollo en que se han metido, y prefieren no
hablar de ello en los debates electorales.
Nazanín
Armanian,
escritora, periodista y profesora iraní de la Universidad de Barcelona,
residente en España.
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